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Buen Padre - Relato 13

BUEN PADRE

A pesar de todo, quiero mucho a mi padre. Ahora que tengo mi propia familia, ya no le necesito, pero no soporto la idea de no tenerlo. Soy consciente de la importancia que ha tenido en mi vida, y hasta hace poco su figura, para bien o para mal, ha ido marcando mi vida.
Mi padre ha sido padre, y punto. Me refiero a que no voy a valorar si fue o no un buen padre. Quien soy yo para establecer una sentencia moral, por que entre otras cosas sería eso, ya que mi sentencia no tendría ninguna validez fuera de mi pensamiento.
En alguna ocasión, cuando nos hemos juntado algunos amigos y hemos terminado en casa de alguien charlando, uno de los temas que se han tratado es la familia que hemos tenido, pues bien, yo les hablaba de mi padre, y les contaba algunos de los castigos que me había puesto, o cosas que el nos hacia a mi y a mis hermanos, y ninguno se creía las cosas que les contaba, y la pregunta que siempre contestaba era: ¿y le querías? Mi respuesta siempre era la misma: como no hacerlo. No solo lo quería, lo admiraba, era el eje de mi existencia; me enseño a ver la vida a su manera, y ahora, no puedo hacer otra cosa que agradecérselo.
Nunca era flexible, el tenia sus ideas y siempre las llevaba hasta las ultimas consecuencias. No especulaba con nada y era práctico en extremo. Me educó de una manera un tanto estricta pero eso le honraba, a el como padre y a mi como hija. El recuerdo de mi padre siempre va asociado al salón de la casa de mis padres, la ventana blanca era tapada por unas cortinas de color marrón que no llegaban al suelo, el efecto de que un lado de la cortina era más largo que el otro siempre fue motivo de debate dentro de la familia, y se acabó cuando mi padre dijo que era defecto del suelo, que había hablado con el constructor y todas las casas del bloque tenían el mismo defecto, el caso es que nunca visité a ningún vecino para comprobar si en su salón también tenían la cortina más larga de un lado que del otro. Una mesa redonda, yo la llamo de madre, y dos sillas eran el centro del salón. Las sillas de madera con largas patas y adornadas con unos cojines amarillos con cuadros azules. Mi madre sentada en el sofá verde de dos plazas, haciendo punto, leyendo, o escuchando una radio que había en un mueble de madera envejecida al lado del sofá. El salón era mas bien pequeño, pero allí cabíamos todos, mi madre sentada, mi padre de pie mirando por la ventana, a veces sentado en una de las sillas de grandes patas que parecían estar echas para él, el gran hombre en su gran silla, le magnificaba o quizá le magnificábamos, mis hermanos por el suelo jugando cierran la estampa de mi recuerdo.
Una tarde estábamos todos en el salón, yo tendría unos once años, mi hermana Rosa cinco y mi hermano Juan cuatro. A mi padre le gustaba mucho cantar, lo hacia mientras escuchaba la radio, en la ducha, mientras comía. Siempre cantaba, pero no tarareaba no, cantaba, se aprendía las canciones y las recitaba con autentica dedicación. Aquella tarde mi padre empezó a cantar no recuerdo que canción, llevaba unos treinta segundos cantando cuando mi hermana Rosa comenzó a reírse, lo hizo desde el suelo, miró a mi padre y rió. Mi padre dejó de cantar y se quedó mirándola, puso cara de asombro, no sabia porque mi hermana se reía, no entendía porque podía reírse Rosa.
-ven aquí –le dijo mi padre indicándola con el dedo que se pusiera al lado suyo.
Mi hermana se levantó del suelo y fue donde él estaba.
-canta – la dijo.
Ella no supo que hacer ni que decir, se quedó de pie, le miraba.
-¡he dicho que cantes! – gritó.
Rosa se sobresaltó y comenzó a llorar, pero ni por un momento se le ocurrió darle la espalda a mi padre, eso lo aprendimos bien hace tiempo. Cuando mi padre nos hablaba siempre teníamos que mirarle de frente y solo podíamos marcharnos cuando él lo decidía.
Mi hermana seguía allí de pie, llorando, sollozaba sin parar.
-pero bueno, niña de las narices, ¡es que no me has oído!, ¿no sabes cantar? –la gritaba mi padre.
Ella solo lloraba.
Mi madre leía una revista sentada en el sofá, ni siquiera levantó la mirada. Yo me fui al baño, el llanto de mi hermana martilleaba mi pecho, mi hermano se quedó jugando con su camión.
-déjame en paz, no sé a que viene tanta risa –dijo mi padre a mi hermana Rosa pasados unos minutos.
Mi hermana se dio la vuelta y se puso a jugar con su muñeca que minutos antes había soltado de mala manera por el apremio de mi padre. Las lágrimas en aquel viciado y caliente salón secaban solas.
Ahora él ha cambiado, ya no tiene el genio que en esa época tenía. Le quiero, y mucho, y es que: no siempre se quiere a quien es bueno contigo.

© Sergio Becerril 2007

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