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Bondad - Relato 9

BONDAD

Al entrar en casa, Alberto vio a Maria haciendo la cena. Se acercó hasta ella y la dio un beso; ella sin soltar la sartén donde freía un par de filetes, le devolvió el gesto.
En la cocina había mucho humo, Alberto fue hacia una de las ventanas y la abrió. Después se desabrochó el pantalón, se aflojó la corbata y se sentó en una de las sillas de la cocina.
-¿Qué tal el día? –preguntó ella.
-bien –hizo una pausa, después se levantó de la silla y fue hacia la nevera, abrió una cerveza y de un gran trago se bebió la mitad, después fue a sentarse de nuevo-. Demasiado bien, al final no nos quitan la cartera de clientes de Carlos, el jefe nos ha pedido que…
- ¿quieres darme el trapo? – le interrumpió Maria.
- si – Alberto cogió el trapo de encima de la mesa y se lo entregó, él sabía que, lo que le estaba contando no tenia ningún interés para ella, o al menos se lo imaginaba, de todas formas siguió hablándole acerca de su trabajo-. Pues como te iba diciendo, el jefe nos ha pedido que pongamos un poco mas de nuestra parte y que saquemos adelante los temas de Carlos
-¿un poco mas de vuestra parte?, pero si te pasas diez horas y media en la oficina todos los días – Maria sacó los filetes y los puso en un plato.
En la cena, se sentaron uno en frente del otro, cenaron en la cocina, habitualmente lo hacían en el salón, pero como Sara, la hija de ambos, estaba de vacaciones en casa de sus abuelos, no se molestaron mucho.
Cenaron filetes y un poco de ensalada que Alberto ni siquiera probó.
Terminaron de cenar, Maria estiró su mano para coger un paquete de cigarrillos, con ansia se encendió uno, lo fumó deprisa; mientras, Alberto la miraba, con deseo, con amor, como lo había hecho durante los últimos doce años.
- no te preocupes ves a sentarte y mira un rato la tele, yo recojo esto –dijo Alberto cogiendo la mano de Maria.
Ella no dijo nada, dio una última calada al cigarro y lo apagó, después se levantó despacio de la silla.
- gracias amor – dijo, besó la mejilla de Alberto y salió de la cocina.
No hay de que, no tienes porque dármelas, pensó Alberto.
No le gustaba recoger la cocina, y mucho menos después de cenar, por la noche, lo odiaba siempre, pero por la noche le resultaba mucho más odioso.
Cuando terminó de recoger, fue al salón. Maria dormía, con la tele encendida, el volumen estaba casi al mínimo, se escuchaba algo pero apenas si podía saberse que. Ella, años atrás, le había comentado que la encantaba quedarse dormida con la tele puesta, la daba igual si en la cama o en el sofá, pero con la tele encendida, y con el volumen casi al mínimo, esto era curioso, porque el volumen exacto solo lo sabia calcular Maria, el último toque al botón del mando lo daba ella, era como si calculara la dosis exacta para que la entrara sueño.
No quiso despertarla, apagó la luz, la tele, y antes de irse al dormitorio, cubrió su cuerpo con una manta, besó su mejilla y salió.
Abrió la cama, después fue hacia el escritorio y encendió el portátil, mientras se encendía fue a la cocina a coger una cerveza y de camino prendió uno de sus cigarrillos. Se sentó y tecleó la clave para entrar en el ordenador, se dio cuenta de que no tenía cenicero, se levantó con rapidez y trajo uno de la cocina.
Dio un par de caladas y apagó el pitillo. Estaba sentado frente al portátil, la luz de la habitación estaba apagada, su rostro era iluminado por la luz del monitor, se conectó a Internet y buscó una página porno, después de ver algunas fotos estaba empalmado, se hizo una paja y pasados diez minutos se acostó, no tardó mucho en dormirse.
Alberto se despertó, María estaba con él en la cama. Miró el reloj, eran las siete y media, todavía le quedaba media hora para levantarse. Se estiró, y después cogió el cuerpo de Maria con su brazo, la apretó contra su pecho, quería sentirla cerca durante los segundos que tardaría otra vez en dormirse.

© Sergio Becerril 2007

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