Búsqueda personalizada

Cumpleaños - Relato 3

CUMPLEAÑOS

Dentro de una semana es el cumpleaños de mi mujer, y todavía no sé qué le voy a regalar. Ayer después del trabajo, mientras iba andando hacia el coche, las ramas de los árboles no dejaban de cimbrear. Hacía frío y de mi boca salían nubes de vaho. Mi traje arrugado de todo el día en la oficina, parecía que estuviese mojado, o al menos esa era la sensación que me causaba el roce de las prendas sobre mi piel. Había trabajado mucho y todavía estaba aturdido de la jornada, pero podía pensar en otras cosas que no fueran temas laborales, así que mientras llegaba a mi coche, aparcado a tres manzanas de la oficina, pensaba en qué podía regalarle a Silvia.
De camino, veía pasar a los coches con sus luces, y cada vez que los miraba me lloraban los ojos, y tenía que restregármelos con una de mis manos; en la otra mano llevaba el maletín con algunos informes. Me encontraba incomodo, tuve una sensación de malestar y me odié por ello. El traje, el maletín, la corbata, el frío, mis ojos llorosos, y además la preocupación del regalo de mi mujer. Estaba furioso, pero a los pocos segundos me di cuenta de que no había razón para estarlo. Mi trabajo de contable no era malo, el sueldo estaba bien, aunque me quitaba demasiado tiempo; tenía una mujer estupenda, además ella estaba embarazada de tres meses; todo me iba bien, al menos por ahora, pero en ocasiones tenía esta sensación de desapego, de estar y no estar. Muchas veces pienso cómo sería mi vida si no hubiera conocido a Silvia. El día en que mi mejor amigo me la presentó no pude enamorarla; ni a ella ni a nadie, por aquel entonces yo era un mal estudiante de arquitectura, y no me dedicaba más que a hacer el vago y a emborracharme con los compañeros de facultad. Aquella tarde habíamos estado en el bar de Martín tomando unas cervezas como hacíamos siempre, y lo estábamos pasando genial. El bar de Martín estaba lleno, en realidad, siempre estaba lleno, allí se juntaban jóvenes de la universidad y gente anciana que entraba a tomarse sus vinitos con tapa. Vi que se levantaban de la mesa de al lado unos chicos, y cuando salieron por la pequeña puerta del bar, observé un objeto en una de las sillas. No podía quitar la mirada de aquello, parecía una caja. En ese tiempo yo estaba empezando a perder vista y no veía muy bien de lejos, pero si, era una caja. Avisé a mis amigos que iba al baño y me levanté, y con disimulo, con un falso y torpe disimulo, hice el gesto como de bajarme el pantalón y, al subir, agarré la caja y me la metí en el bolsillo del pantalón. Casi no me cabía, sobresalía un extraño bulto que yo tapaba con mi mano, pero logré que nadie se diera cuenta, o al menos eso me pareció a mí, y fui al baño. Entré en uno de los privados y cerré con pestillo, saque la caja, y dentro encontré un reloj. Era un reloj precioso, de color verde y correa de cuero ribeteada; era de mujer, por su tamaño tenía que serlo. Lo saqué de la caja y me lo metí en el bolsillo, y deje la caja encima del retrete.
Cuando salí del baño, mis amigos habían pagado la cuenta y ya nos marchábamos, habían quedado con unas antiguas amigas de colegio; yo no les dije nada del reloj.
Entre las amigas del colegio estaba Silvia, fue una suerte encontrar dos regalos tan bonitos el mismo día. Uno, lo llevaba en el bolsillo; el otro, me costó mucho conseguirlo, pero terminó también siendo mío cuando al fin pude seducirla.
Yo dejé de beber y de salir con mis amigos, que no me servían nada más que para emborracharme, y empecé a salir con Silvia. No recuerdo bien cómo surgió, aunque creo que una de las tardes que habíamos quedado todos juntos se lo pedí, así, sin más, y ella aceptó mi propuesta con una sonrisa, y se la veía feliz, muy feliz.
A veces pienso en su felicidad, si será tan feliz ahora conmigo como cuando le pedí salir aquella tarde; tan feliz como cuando la llevé por primera vez al cine y nos dimos el primer beso; o tan feliz como aquella tarde en mi casa, mis padres habían salido e hicimos el amor, yo tenía veinticinco años y fue mi primera vez. Prefiero pensar que sí lo es, que por lo menos no es una desgraciada a mi lado, pero solo ella sabe si la vida le ha dado lo que esperaba.
Pensé en comprarle un reloj, como aquel que me encontré en el bar de Martín, que fue suyo durante muchos años. Se lo regalé a los pocos días de estar saliendo, y lo llevaba con mucho cariño. No se lo quitaba ni para dormir. Con el tiempo la correa se fue desgastando, y, cuando la despidieron de uno de sus trabajos, sus compañeros le regalaron uno muy bonito. Empezó a ponerse este ultimo más que el mío y a mí tampoco me importó; al cabo, el reloj verde con su correa ribeteada y todo cayó en el olvido; la ultima vez que lo vi fue en una de las cajas en las que guardamos las cosas que no usamos, en el armario empotrado del pasillo, y hace bastante tiempo de aquello.
Saqué las llaves del coche y abrí la puerta, cuando me subí, se me quitaron las ganas de comprarle un reloj; el que usaba ahora se lo había comprado ella hacía un par de meses. Así que me volví a quedar en blanco, y ya no me apetecía pensar en qué regalarle, pensé en qué habría hecho de cena, y en cómo se encontraría. Al medio día cuando hablé con ella, me dijo que había tenido angustia y había llamado al médico. Pero el médico la tranquilizó, le dijo que era normal, que en los primeros meses de embarazo las nauseas eran comunes, y le recomendó reposo.
Arranqué el motor y esperé algunos segundos a que se calentara, y pensé en por qué lo hacía, por qué esperaba esos segundos, por qué desde que le había pedido salir a Silvia mi vida había sido un constante orden, y me pregunté si eso era lo que quería, si era feliz con la normalidad de vida que llevaba.
Unos días atrás había hablado con Martín, había vendido el bar y con el dinero había comprado una caravana, pero no de las que van enganchadas a un turismo o furgoneta, sino de las que la misma caravana es una furgoneta enorme; tuvo mucho interés en dejar claro esto, a pesar de que a mí me daba igual si era o no autopropulsada, pero sí me interesó saber a qué se dedicaba y cómo vivía y, sobre todo, si era feliz. Casi me convenció de que sí lo era, al menos la forma en que hablaba de todas las situaciones que le conté era de una persona optimista, de alguien que era feliz y pocas preocupaciones le acechaban en la vida. Se dedicaba a vender mermelada que él mismo fabricaba, iba viajando por toda Europa vendiendo su propia mermelada. Desde luego que el negocio no le daba para grandes lujos, le daba dinero solo para vivir, pero vivía libre y hacía lo que realmente quería hacer, y trabajaba cuando quería y vivía a su manera, que es lo que todo el mundo quiere hacer, pero pocos consiguen. Le estaba escuchando contarme anécdotas de sus viajes, y de que nunca se sentía solo porque hacía amistades allí donde fuera. Entre risas me dijo que en ese momento estaba mirando su cama, por la que según él, habían pasado más de trescientas mujeres de diferentes países durante ese año; yo le escuché, me creí la mitad, pero la mitad que me creí me causó muy buena sensación, y por algún segundo o, mejor dicho, durante todo el tiempo le envidié. Él tenía algo que yo no tengo, libertad de hacer lo que uno quiere, y mientras pensaba esto, camino de mi casa, en mi deportivo de color negro, me di cuenta de que realmente no era feliz, algo fallaba en mi vida para envidiar a un amigo que va vendiendo frascos de mermelada por Europa en su caravana autopropulsada.
Cuando llegué a casa, Silvia estaba sentada, leyendo una revista; al verme se levantó y besó mi mejilla; no demostró mucho cariño, pero, a estas alturas, no exijo cariño. Llevábamos tres años casados, y nuestra relación era más bien una amistad ya consagrada por la confianza. Siempre he pensado que las relaciones que funcionan de verdad son aquellas en las que hay más amistad que otra cosa; el fuego se apaga, tarde o temprano y lo que queda es la confianza, la amistad, llevarse bien y compartir con respeto el tiempo que pasas al lado de la otra persona. Silvia no me daba motivos para estar celoso, en toda nuestra relación apenas me había preocupado por eso, y me gustaba; yo tampoco le daba motivos a ella; nuestra relación era normal, demasiado normal, pero así pienso que tienen que ser las cosas, sin sorpresas y previsibles, así no hay pensamientos negativos ni preocupaciones innecesarias.
Cenamos, hablamos, y vimos la tele, ella tumbada con la cabeza en mis piernas; al cabo de media hora ella estaba dormida y yo casi a punto de hacerlo.
Fuera había tormenta, y la lamparilla del salón se iba y venía. Uno de los truenos despertó a Silvia, quien levantó su cabeza despacio de mis piernas y se restregó los ojos, me preguntó la hora y, cuando iba a levantarse para salir del salón, se fue la luz. Yo agarré su mano y con la otra busqué mi mechero en la mesa; cuando lo tuve lo encendí, me levanté, abrí uno de los cajones del mueble y saqué una vela que teníamos para estos casos. Estaba medio gastada apenas quedaban dos centímetros. Silvia me dijo que buscara más velas, ya que creía que la tormenta iba a durar toda la noche y no le gustaba dormir sin nada de luz; me dijo que creía haber visto algunas en el armario empotrado del pasillo. Salí del salón y fui hacia el armario, lo abrí y las cosas estaban ordenadas, como la última vez que lo vi. Se habían incorporado nuevas cajas, pero estaban apiladas en orden; cogí una de ellas y la abrí. Había papeles, nada de velas, Abrí otras, pero sin suerte. En una de ellas encontré el reloj verde con la correa de cuero ribeteada y rota por uno de sus extremos, lo metí en mi bolsillo y seguí buscando las velas. No tardé mucho en encontrar los cirios, fui al salón, y la vela encendida apenas daba luz. Silvia me dijo que nos fuéramos a la cama y allí encendiera una de las velas nuevas, y eso hicimos.
Silvia estaba metida en la cama, tenía los ojos abiertos y yo la miraba y la veía despierta, la vela daba una luz muy fuerte, me pareció maravilloso mirar a Silvia con la luz de aquella vela. Saqué mi pijama del armario, y lo dejé en la mesilla, me senté en la cama y saqué de mi bolsillo el reloj; ella al verlo sonrió, noté felicidad en su rostro, se incorporó sobre la cama, con una mano cogió el reloj y con la otra una de mis manos, lo observó durante algunos segundos, después apartó su mirada del reloj y me miró con firmeza; entonces me besó y sentí sus labios con la intensidad del primer beso, e hicimos el amor dos veces.
Esta mañana el reloj estaba en el suelo, me levanté despacio para no despertar a Silvia, y me metí en la ducha.
De camino al trabajo no podía pensar en otra cosa que en los besos y caricias de la noche anterior, de cómo todavía podíamos ser felices con tan poca cosa, y de nuestros cuerpos entregándose con una vela de testigo.
Antes de entrar a la oficina, miré mi reloj, llegaba cinco minutos tarde, y pensé que por fin tenía algo de improvisación en mi vida, y también pensé que solo quedaba una semana para el cumpleaños de Silvia y no sabía qué le iba a regalar.


© Sergio Becerril 2007

No hay comentarios:

 
Safe Creative #0911060075467
directorio de weblogs. bitadir
Vueling Ocio y Diversion Top Blogs Spain Creative Commons License
Bodega de Recuerdos by Sergio Becerril is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España License.
Based on a work at bodegaderecuerdos.com. Blog search directory - Bloggernity Blog search directory - Bloghub Add to Technorati Favorites The Luxury Blog